PAREJAS

ENERO, 2024

La comunicación con los hijos.

  ANA TEMPELSMAN

La comunicación con los hijos.

Autoras: Silvia Salinas y Ana Tempelsman.

La comunicación es el centro del intercambio humano. Nos permite expresarnos, hacer contacto y escuchar a otro. Lo que sostiene el amor, lo que hace a una buena relación, es tener verdaderos encuentros con el otro. Pero la comunicación entre padres e hijos no siempre es buena.

Escucharse a uno mismo.

La crisis que existe en la actualidad en la familia, en los vínculos, en la pareja, se encuentra profundamente ligada con la ausencia de contacto. Y, básicamente, la raíz de esta problemática consiste en una desconexión con uno mismo. La comunicación tiene más que ver con escuchar que con decir. Y muchas veces las personas no se escuchan a si mismas. Cuando no se reconocen las propias necesidades, los problemas de cada uno se interponen en el camino. Cuando los padres no prestan atención a sus propias emociones, es difícil que puedan estar disponibles para sus hijos.

Por otra parte, los hijos están muy atentos a cómo se comportan los padres. Buscan un modelo que les muestre cómo enfrentar la vida y resolver los problemas. Cuando los padres se cierran, no escuchan, no hablan de sus emociones, reprimen lo que les pasa, o se enojan y gritan, los hijos aprenden a hacer lo mismo. Porque ellos asimilan más por identificación que por lo que se les dice. Es bueno tomar conciencia de que los padres transmiten mucho con acciones y no acciones que moldean la personalidad de sus hijos.

Desarrollar la capacidad de recibir.

Escuchar significa estar abierto, disponible. Interesarse por lo que le pasa al otro. Todos nos sentimos más valiosos cuando las personas que amamos nos prestan atención. Muchas veces la comunicación no funciona porque los padres no quieren escuchar, sino impartir. Hablan con los hijos para decirles lo que tienen que hacer, lo que tienen que sentir, y no dan espacio a que ellos expresen lo que les pasa. Bajo estas condiciones, el dialogo no puede resultar en un verdadero contacto.

Uno de los motivos subyacentes a este comportamiento reside en que, a veces, los padres no permiten que los hijos expresen lo que les pasa porque no pueden tolerarlo. Es muy difícil escuchar el dolor de los hijos, en especial cuando está ligado a decisiones o actitudes de los padres (como puede ser, por ejemplo, una separación, una pelea entre los padres, o incluso el hecho de haber faltado a su partido de futbol). Otras veces, los hijos no responden a la idea que los padres tenían de cómo debían o iban a ser. Un paciente con el que trabajamos largamente no toleraba ver la debilidad y el miedo de su hijo varón. Tenía arraigada la idea de que un hombre debía ser fuerte, tal como le había exigido su padre a él. Y ver el miedo en su hijo lo conectaba con su propio miedo. Finalmente comprendió que forzar a su hijo a reprimir una parte suya era muy dañino.

El dolor de no ser vistos.

Poder escuchar y validar lo que sienten los hijos, a pesar de que no nos guste, o nos duela, es sumamente importante. Los hijos necesitan de la aprobación de los otros, especialmente la de sus padres. Si sienten que al expresar lo que les pasa van a ser descalificados, o que sus padres se van a enojar, aprenden a reprimir lo que les pasa. No reciben la presencia y el contacto que necesitan y comienzan a sentir el dolor de no ser vistos, de no ser reconocidos. La realidad es que, muchas veces, los padres no pueden dar la presencia que ellos mismos no recibieron.

En la medida en que los chicos se dan cuenta de que no son aceptados como son, se alejan de su ser, se separan de ellos mismos. Empiezan a desconfiar de lo que sienten, porque no es lo que los demás esperan de ellos. Sienten que lo que les pasa es inadecuado, que tienen que ocultarlo. Y así empiezan a esconderse. A construir una personalidad alternativa para ser aceptados, para que los quieran.

El problema es que, haciendo esto, se olvidan de lo que sienten, de quienes son. Y aquí se origina el dolor más grande. El que siempre está por debajo de cualquier otro dolor: la sensación de no ser queridos como somos, y el sufrimiento que causa la desconexión –la falta de comunicación- con el ser.

Las dificultades del que escucha.

Una de las cuestiones más complicadas es realmente ver el lugar del otro, sobre todo cuando de diferentes generaciones se trata. La manera de mirar el mundo es tan distinta, requiere de un verdadero esfuerzo comprender y darse cuenta que es lo que le ocurre a los hijos.

Escuchar implica interesarse por lo que le sucede al otro, sin ideas previas. Es como si estuviéramos escuchando a un extraño al que deseamos entender desde su perspectiva y no desde la nuestra. Sin embargo, nuestro mecanismo de escucha suele ser muy distinto. Y no solamente con los hijos. Cuando el otro comienza a hablar ya pujan nuestros propios pensamientos sobre lo que dice, y allí dejamos de prestar atención para atender a nuestro “comentarista interno”. Muchas veces, los escuchamos a medias, imaginando que ya sabemos el resto de lo que nos va a decir, y simplemente esperamos nuestro turno para hablar. Seguidamente, comparamos sus ideas con las nuestras y rápidamente llegamos a la conclusión que el otro está equivocado o que nuestras ideas son mejores. Con esa conclusión en mente, deseamos ayudarlo. Ayudar al otro significa, en nuestro idioma, convencerlo que está equivocado y que, por lo tanto, debe dejar sus ideas de lado y pensar como nosotros lo hacemos. Todo “por su bien”. A esta altura el diálogo ya murió y comienza el enojo consciente o inconsciente, de uno porque se siente no comprendido y del otro porque le enoja que su hijo no acepte sus bienintencionados consejos.

En realidad, lo que buscan los hijos suele ser que los escuchen, que les presten atención, que los comprendan, que los dejen expresarse. Incluso, que los ayuden a buscar una solución. Nunca buscan que tomen las decisiones por ellos, ni que les den un sermón sobre lo que deberían hacer. Hay maneras que cierran el corazón y cuando el corazón está cerrado los oídos no escuchan. Para que el corazón se abra necesitamos sentir y transmitir la sensación que estamos más interesados en escucharlo que en demostrarle que está equivocado. El dialogo debería servir para ayudar a los hijos a encontrar su propio camino en lugar obligarlos a que recorran el camino de “mi verdad”.

El adulto tiene que estar para el hijo.

Trabajamos en terapia con una mujer separada, a la que le resultaba muy difícil correrse de sus propias emociones, y su propio enojo, para poder escuchar a su hijo de siete años. Una vez, el papá, que tenia que ir a buscarlo al colegio, llegó una hora tarde.

El niño se le acercó a su madre esa noche, triste, preocupado, con sensación de ser poco importante, con la angustia de haber pensado que el papá no llegaba, a contarle lo que le había pasado. Nos contó nuestra paciente que de inmediato empezó a gritar: “tu papá es un desastre, no lo puedo creer, no se puede confiar en él, una cosa que le pido y llega tarde… etc.”
Todos podemos entender su bronca. Pero si prestamos atención a lo que le ocurrió al hijo, vemos que buscaba contención, necesitaba expresar su miedo y fue a hablar con una persona que sentía que lo iba a escuchar. Y, en vez de concentrarse en lo que le pasó al niño, en lo que le quería transmitir, la madre se focalizó en su enojo. Y no solo no consoló a su hijo, sino que le hablo mal del padre, algo horrible para cualquier persona.

Este tipo de situaciones, más frecuentes de lo que nos damos cuenta, enseñan a los hijos que si tienen miedo, es mejor no manifestarlo porque hace enojar y causa disturbios entre los padres. Y que lo que le pasa a él no es tan importante.

Hay que salirse del propio ego y escuchar al otro. Pensar, ¿qué es lo que me quiere transmitir con esto? Preocuparse por lo que le pasa, por lo que está contando, e intentar no mezclarlo con lo que le ocurre a uno en ese momento. El adulto tiene que estar para el hijo, le repetimos a nuestra paciente. Si su hijo viene a ella dolido por algo, es importante que encuentre la forma de ayudarlo. No es momento expresar su propio enojo, porque así es como la comunicación se desincentiva y los hijos terminan alejándose.

Escuchar es un acto de amor.

Escuchar implica interesarse verdaderamente por lo que le sucede al otro. Entender lo que los hijos están diciendo, lo que necesitan. Muchas veces nos esforzamos en descubrir quién tiene razón, o en decirles lo que deberían hacer y esto impide el contacto y el verdadero encuentro.

Si un padre se esfuerza por ponerse en el lugar del hijo, lo escucha, no desde sus ideas, sino con el corazón abierto, dispuesto a saber qué piensa y qué le pasa, es muy probable que la comunicación fluya. Y que el vinculo, el amor y la confianza crezcan.

De la buena y la mala comunicación.

Lograr un buen encuentro con los hijos suele ser una tarea compleja. Para demostrar a los hijos que los estamos escuchando es bueno:

– Prestar atención a sus formas de expresarse.
– Ayudarlos a identificar sus emociones y a aceptarlas.
– Ayudarlos a identificar sus problemas y confiar en que van a encontrar su propio camino, su mejor solución.
– Tener una buena actitud, tomarse el tiempo de escucharlos y prestar real atención.

Por otra parte, nunca es recomendable:

– Criticar a los hijos.
– Imponerles soluciones o decirles lo que deberían hacer.
– Amenazarlos o castigarlos porque tienen emociones difíciles (lo cual no significa dejarlos actuar de cualquier manera, es posible decirle a un chico que aceptamos y entendemos que está enojado, pero que no tiene permitido romper objetos o pegarle al hermano).
– Minimizar lo que les pasa, decirles que no deberían ponerse mal por algo tan pequeño y sin importancia.

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